No había ninguna necesidad de ir a Punta Cana. Fuimos, sin embargo. Fuimos porque Silvia recordaba esa playa con afecto, la había visitado de niña con sus padres, y porque yo tengo una inexplicable fascinación por todo lo dominicano, algo que vine a descubrir hace años, cuando era joven y viajaba a menudo a Santo Domingo.
Muchas noches prometedoras de mi juventud las
dejé extraviadas en algún hotel de Santo Domingo, cerca del malecón,
persiguiendo a un amor esquivo, sedado por los ecos de un merengue
incesante, repetido hasta el infinito. Algunas de las mejores noches de
mi juventud las dejé regadas en los hoteles de Puerto Plata, borracho,
bailando solo, buscando una caricia furtiva, un susurro, unas palabras
italianas dichas con intención lujuriosa. Yo quería volver a Puerto
Plata, Silvia quería volver a Punta Cana, Silvia prevaleció, fuimos a
Punta Cana. Yo no conocía Punta Cana, siempre me había tentado más
Puerto Plata, Punta Cana me parecía un destino turístico un tanto obvio.
Llegando al hotel, una mujer nos dio la
bienvenida y anudó y selló una soguilla negra alrededor de mi muñeca
derecha. No fue un buen momento. Me sentí atrapado, una vaca más del
ganado. Quise quitarme la soguilla y no pude y se me dijo que solo
podría quitármela cuando me retirase del hotel. Ya entonces quería irme,
escapar. El hotel me parecía una trampa, un paso en falso, un presidio
con fachada lujosa. No podía quitarme la maldita soguilla para dormir ni
para bañarme. No me gusta que me amarren a nada, no me gusta estar
atado, apenas me atan ya quiero romper las ataduras, la soguilla, el
cordón, y eso vine a recordarlo en Punta Cana, confinado en ese hotel
carcelario.
Inquieto por la presencia ominosa de esa
cuerda de hilo negro que me reducía a un número de un club selecto o no
tan selecto, humillado por ese nudo en mi muñeca, me abandoné al vicio
de ver la televisión dominicana, que es una cosa insólita, llena de
peligros, algo que nunca deja de sorprenderte y dejarte pasmado o riendo
a gritos o enternecido, como si te metieras a un zoológico de noche y
vieras en las bestias enjauladas cosas que te recuerdan a ti. De pronto
alguien anunció la tormenta tropical, el probable huracán. Trazaron en
la pantalla la trayectoria de los vientos y dijeron que la furia de la
naturaleza vendría por nosotros, yo lo vi, no lo soñé, vi esa gran bola
rojiza moviéndose por el océano, creciendo, acercándose, pasando por
encima de nosotros. No puede ser, pensé, veinte años después, viene a
buscarme otro huracán. Y ahora no será allá, en la ciudad en la que
vivo, será acá, en esta isla a la que imprudentemente he venido a
citarme a ciegas con un huracán. No puede ser, veinte años después, otro
huracán, de nuevo en agosto, siempre con una mujer, atado por la cuerda
de una pasión que no se puede romper.
Di un brinco y dije nos vamos, viene un
huracán, acá no me quedo ni loco. Silvia no entendía mi crispación, mi
paranoia, le parecía que debíamos tomarnos las cosas con calma y
esperar, recién habíamos llegado, cómo íbamos a salir corriendo como un
par de chiflados solo porque se había formado una tormenta tropical a
centenares de kilómetros de esa playa. Yo no podía quedarme, ya me había
quedado aquella vez, veinte años atrás, subestimando los peligros de un
huracán, riéndome con aire desdeñoso de las advertencias de los hombres
del clima, y luego había sido el caos, no quería asomarme de nuevo a
ese abismo, no quería ser otra vez el hombrecillo asustado, metido en el
clóset, oyendo cómo se rompen los vidrios y entran el viento y la
lluvia a destruirlo todo, incluso el amor.
Caminamos agitados hasta la recepción. Exigí a
un joven que me explicase lo que estaba pasando, que me diese
respuestas precisas, que me dijese cuándo llegaría el maldito huracán.
El joven no entendía nada, me miraba pasmado, no atinaba a dar respuesta
alguna, me pedía que me calmase, me aseguraba que él no sabía nada de
ningún huracán en ciernes, acechándonos. Ustedes no saben lo que es un
huracán, les dije al joven uniformado y a Silvia, que insistían en que
yo estaba exagerando. Yo he vivido un huracán y sé que no es broma, yo
me voy de aquí en el primer vuelo, grité. Hice algunas llamadas, entré a
una página de viajes en la computadora, reservé dos asientos en un
vuelo a Panamá y le dije a Silvia nos vamos, ahora mismo nos vamos al
aeropuerto y esperamos el vuelo a Panamá, que sale a mediodía. Silvia me
miró y asintió, tranquila, ella siempre encuentra la manera de estar
tranquila en medio del caos. Volvimos a la habitación y empecé a hacer
la maleta y Silvia me dijo por qué no tomas tus pastillas y duermes un
rato y yo te despierto para ir al aeropuerto. No, grité, furioso, no voy
a dormir, nos vamos ahora mismo, tú no sabes lo que es un huracán, yo
he vivido un huracán hace veinte años, tenemos que irnos cuanto antes,
créeme, esto es muy serio, si nos coge el huracán en este hotel nos
vamos a quedar una semana sin luz ni agua y será el caos, el caos.
Silvia, sin embargo, prevaleció una vez más. Con suaves modales, me
llevó a la cama, me dio mis pastillas y me durmió, prometiéndome que en
unas horas tomaríamos el vuelo a Panamá.
Cuando desperté, ya habíamos perdido el vuelo
a Panamá. Prendí la televisión, puse las noticias, vi que la tormenta
se había desviado levemente al sur y respiré aliviado. Esperemos un
poco, sugirió Silvia, bajemos a la playa, a la noche nos vamos. Y eso
hicimos, bajamos a la playa, nos tendimos a la sombra, bajo la mata de
un árbol, y esperamos un poco más, a ver si la tormenta se desviaba. Así
pasamos tres días, mirando el mar, mirando cómo el viento doblaba y
sacudía las palmeras, mirando en la computadora cómo avanzaba la bola
rojiza, esperando, postergando la fuga, separando dos cupos en el
próximo vuelo a Panamá. Yo quería irme, Silvia quería quedarse, al final
nos quedamos, nos fuimos quedando, yo fui cediendo, resignándome,
capitulando, muy bien, será como tú quieras, nos quedaremos, viviremos
el huracán en Punta Cana, después no te quejes, mira que yo quería irme
pero no quiero arruinarte las vacaciones, es el destino, otro huracán
veinte años después, cómo es la vida, amor.
Pero el huracán no llegó y todo fue calma,
sosiego, paz, el hotel desolado, un viento bienhechor que no llegaba a
ser amenazante, y la bola rojiza se tornó naranja y se mantuvo allí
abajo, justo debajo de nosotros, raspándonos, arañándonos, insinuándose y
a la vez perdonándonos la vida, dándole la razón a Silvia que, tan
tranquila, confiada en su instinto, decía soplemos, soplemos y la
tormenta se quedará allí abajito. Fueron dos días de calma, de tensa
calma, de seguir obsesivamente la trayectoria de una tormenta que al
parecer se debilitaba y no quería ensañarse con nosotros. Punta Cana fue
entonces lo que habíamos soñado: dos días quietos, perezosos,
lánguidos, dos días de silencios prolongados y ningún ser humano en
nuestro campo visual, la calma antes de la tormenta, la tormenta que se
demora, que no llega, que se desvía.
Hicimos bien en quedarnos, en no salir
corriendo. No conviene asustarse y tomar el primer vuelo a Panamá.
Quédate quieto, respeta el viento, no intentes romper todo lo que te
ata, captura el momento. Unos días más tarde estarás en tu casa y
mirarás tu brazo y extrañarás la soguilla negra en tu muñeca derecha:
cuando la tenías puesta querías romperla y ahora que ya no está, la
echas de menos.
Fuente:http://peru21.pe/impresa/romper-lo-que-te-ata-2039339
Comentarios